El Labrador

Atea, como tantos otros pueblos rurales de nuestra geografía, vivía del fruto recogido de la tierra a base de mucho esfuerzo, trabajo y sudor. La principal cosecha era vino, que se conseguía del fruto de una cepa más bien pequeña pero de gran calidad, y después era el trigo. También mi pueblo tenía y tiene mucho campo de siembra, grandes zonas de almendros, fruta y toda clase de legumbres y verduras que eran cultivadas en los huertos particulares que tenían casi todos los vecinos y que, en parte, eran la despensa de las casas.
Como es lógico, todos estos campos se tenían que cuidar: podar, abonar, etc. De todos estos trabajos, el más destacado y valorado entre las gentes era el de “labrar la tierra”. Años atrás había varias personas que destacaban en esa actividad, cuyos nombres todavía son recordados a pesar de tantos años, como el señor Jesús Checa –conocido como el “Banderas”, mote que un día le puso el tío Manuel elogiando que su labranza era de bandera–, o el señor Ramón Martínez que era apodado como “el pela”. Estos señores que bordaban su trabajo ponían más interés en las piezas más cercanas a los caminos, para que las gentes que pasaran pudieran ver y juzgar su trabajo bien hecho y con rectitud.

Al finalizar la jornada, en los corrillos de hombres que se formaban en la plaza El Paso o bien apoyados en las paredes de las fraguas, era tema de discusión largo y tendido quien era el labrador más completo. Las mozas casaderas también tenían en cuenta todas las cualidades de estos señores a la hora de elegir su marido.
Normalmente, labrar la tierra se hacía con la ayuda de dos pares de mulas. Pero por aquellos años, no todas las casas tenían dos mulas o dos burros, si no que muchas de ellas solamente contaban con un animal. Era entonces cuando salía la solidaridad entre familiares, amigos o vecinos y pactaban un trato que era conocido como “acoyuntar”. Consistía en prestar uno o varios días un animal para completar la pareja y poder labrar la tierra con más comodidad; favor que luego se devolvía con la misma moneda al dejar tu animal los mismos días.
Las casas que tenían grandes extensiones de tierra como Gabetas, Galindo, Martín u Ortillés, entre otras, contrataban a uno o varios criados para todo el año a partir de San Pedro. Éstos, aparte de otras labores del campo, también labraban la tierra. También se contrataban “agosteros”, pero sus contratos finalizaban más o menos para San Ramón, el 31 de agosto.
Si paramos a pensar un instante, nos daremos cuenta lo duro y pesado que debía ser este trabajo: arriba y abajo apretando con fuerza el arado y con el cuerpo inclinado para que los riñones se despertaran y se quejaran, caminando sobre un terreno irregular. Por delante dos mulas estirando y aunque son animales, también son reacias al esfuerzo duro y continuo. Pero cuando estas querían parar, surgía entonces el golpe de riendas, el grito, frase o pecado como “arreeeeeee”, “me cago par diez”, “el Copón” o “la Hostia”. Y de esta manera se conseguía que el arado se moviera y labrara. Y todo esto con un decorado: un sol de justicia.
Los labradores siempre estaban pendientes del cielo. Ellos sabían lo que pasaría si el viento soplaba del norte o del sur, por la actitud de algunas aves, por la luna llena o menguante, observando como aquellas nubes que se formaban en el horizonte les podrían traer el agua que tanto necesitaban beber sus campos para dar más y mejor fruto. Pero en muchas ocasiones, esas nubes se volvían negras y traicioneras, y con tan solo media hora de lluvia intensa con pedrizo era suficiente para llevarse todo el trabajo y la cosecha. No dejaba nada de fruto, solamente dejaba caer las lágrimas en los ojos de los labradores que apretando los dientes decían: “joder, sin cosecha, que duro y crudo será este año!”.
Los textos y los dibujos han sido enviados a esta web por Luis Cebrian