El Tío Pelaire, el colchonero:

Para dormir bien se necesitan básicamente tres ingredientes: tener sueño, estar cansado y no pensar en preocupaciones de si se tiene que pagar la hipoteca, etc. También es importante tener un buen colchón, pues casi un tercio de nuestra vida nos la pasamos durmiendo.
Años atrás los colchones estaban confeccionados de clases distintas tales como lana, borra (la parte más corta y mala de la lana), plumas e incluso en algunas ocasiones de paja. En tiempos de nuestros padres, cuando una pareja de novios decidía casarse reunía inicialmente varias cosas. En primer lugar y lo más importante era la casa –o bien la alcoba donde iban a dormir– y segundo la cama. Camas de madera o de hierro, jergones altos de fuertes muelles para dar soporte al colchón (preferiblemente de lana) y no podía fallar el orinal debajo la cama. La lista de bodas se completaba con una mesa y cuatro sillas, varios pucheros y cazuelas con sus respectivas coberteras, media docena de platos hondos y la misma cantidad de cucharas, un par de sábanas, una manta y un cobertor era la variada y extensa lista.

Los textos y los dibujos han sido enviados a esta web por Luis Cebrian
El colchón de lana en muchos casamientos era o bien regalo de los padres o bien heredado de los abuelos. A pesar de ser los más cómodos, tenían un inconveniente ya que con el paso del tiempo se endurecían y cogían la forma de los cuerpos, por lo que cada cierto tiempo se tenían que rejuvenecer, airear y ahuecar o rellenar con más lana.
Para este trabajo había mujeres de brazos jóvenes y con genio, pues se necesita carácter y fuerza para manejar y mover un colchón medio de lana. En los años 50 Atea tenía un profesional, un “colchonero” en este trabajo. Se llamaba Nicolás pero todo el mundo le llamaba el Tío Pelaire. Su profesión era esquilar ovejas cuando era la temporada y confeccionar después los colchones, siendo en su trabajo muy bueno y eficiente. Parte de su vida siempre estuvo ligada en el mundo de la lana.
Cuando recibía una faena en Atea o en los pueblos vecinos, se desplazaba a la casa del cliente con cuatro herramientas sencillas y simples: unas varas especiales, agujas, hilo, etc. En un espacio que podía ser la cuadra, corral, patio de entrada o en la calle (lugar donde corriera un poco el aire), colocaba la lana encima de unas telas de saco y, con las varas, dale que te pego con gran habilidad que la experiencia le había otorgado a la lana hasta dejarla limpia y esponjosa. Para realizar este trabajo, Nicolás el tío Pelaire necesitaba tres o cuatro horas para conseguir tener rejuvenecido el colchón. El precio de este trabajo, a parte de algún que otro vaso de vino, era tirando largo de cinco a diez pesetas como mucho.
El tío Pelaire en el atardecer de su vida no logró un buen “colchón” de dinero que le permitiese vivir holgadamente. Separado de su mujer, tuvo problemas con una pierna y creo que estuvo unos años en Calatayud en la Casa Amparo. Pero decidió regresar al pueblo de Atea y en la cuesta que va al peirón de las Almas, a la altura de las eras del Escobal, en un ribazo consiguió hacerse picando, escarbando y extrayendo tierra una cueva o casilla donde le permitía vivir, cocinar y dormir hasta que un día, como todos los mortales, lo encontraron sin vida.
El colchón de lana, como el tío Pelaire, ya han pasado a la historia. Temas y vivencias de 60 o 70 años, “mucha lana por picar” que los más jóvenes quizás no entiendan la forma de vivir en esa época y solo los mayores les rejuvenecerá la memoria recordando anécdotas y muchas cosas por explicar del “colchón de su vida” y del tío Pelaire.