Los textos y los dibujos han sido enviados a esta web por Luis Cebrian

El Apoto

Se llamaba Domingo García, pero todos le decíamos “El Apoto”. Fue un personaje popular que convivió entre las gentes de Atea. En su cabeza, un día se le debieron mover los muebles afectándole en su actitud, ya que él vivía en un mundo normal, pero diferente para los demás.
De estatura normal pero de fortísima corpulencia, sus brazos, al igual que su pecho, siempre descubiertos nos mostraban una piel morena y curtida por el sol y también por el frío. Su cabeza estaba poblada de unos largos cabellos, ya de color ceniza igual que su barba, larga de varias semanas o quizás de meses sin pasar por la barbería de mi tío Jesús.
La gente lo aceptaba tal como era, aunque todos pensábamos que estaba un poco modorro. Pero analizando su forma de proceder, quizás su cerebro no estaba tan deteriorado como todos pensábamos: las camisas que llevaba les cortaba las mangas porque quizás le estorbaban (¿cuánta gente hoy va por la calle con camisetas sin mangas?); los pantalones azules apedazados y descosidos estaban sujetos a su cintura con una pequeña cuerda (¿quién no ha visto a la juventud pasearse con unos tejanos rotos y descosidos?). Calzaba unas albarcas muy gastadas y en sus espaldas, aunque fuera verano, colgaba siempre una pequeña manta que la debería utilizar para proteger su cuerpo cuando se desplazaba al bosque en busca de leña.
Cuando iba a la fuente a llenar el botijo de agua y éste ya estaba lleno, las mujeres que se esperaban para llenar sus recipientes le decían entre sonrisas: “¡venga Domingo, sácalo que ya lo tienes lleno! Y él les contestaba: “déjalo un poco más, así se aprieta más”. Quizás él entendía que al circular el agua por el botijo, ésta limpiaría el fondo de posibles sedimentos o lípidos que lleva el agua.
Tenía un miedo terrorífico a los cohetes, ya que cuando los sentía se escapaba corriendo. Los chavales le tiraban por la gatera de su casa algún petardo y enseguida se subía al granero, donde tímidamente sacaba la cabeza por la ventana (tengo que admitir que a mi personalmente también me dan respeto).
Cuando se decidía ir a la barbería del tío Jesús, éste no le cobraba. Pero al cabo de unos días, se presentaba con un saco de piñas del bosque para que se calentara en el invierno. Esto nos demuestra su gratitud y sus buenos sentimientos.
Domingo tenía una hermana que se llamaba Josefina que vivía en la plaza de la iglesia. Ella le ayudaba en todo lo que él se dejaba ayudar. Domingo se ganaba la vida con algunos jornales que la gente le daba para la vendimia, siega, etc., y algunos encargos de traer fajos de leña del bosque o sacos de piñas. Él cargaba en sus espaldas quizás más que un burro debido, como hemos comentado, a su gran corpulencia y fuerza. La gente y los vecinos también le ayudaban dándole hortalizas de los huertos.
Su presencia daba respeto entre los chavales, pero no miedo. Nunca en los veranos que me pisoteé Atea oí decir que el Apoto había creado problemas ni discusión alguna.
Que nadie piensa que saco a la luz sus defectos, sino todo lo contrario. Él no tenía su cabeza centrada, pero convivió como uno más de la ciudadanía de Atea.