La Extremaunción:

La extremaunción como su nombre indica, extrema-unción, es un sacramento de la iglesia, que se da a sus fieles, cuando estos están en peligro de muerte, con pocas posibilidades de curación. Se sabe que Pablo VI, en 1614, quien unifica todo el ritual romano, y que con la unción de aceite bendecido, en diferentes partes del cuerpo, y recibir la comunión, al enfermo se le perdonaban todos sus pecados, y su alma estaba limpia para entrar en él reino de los cielos.

Los textos y los dibujos han sido enviados a esta web por Luis Cebrian
No quisiera que este tema acabara tan fúnebre, pero real. En Atea hubo varios enfermos que superaron, dos y tres veces la extremaunción, y lograron superar su enfermedad y vivir bastantes años después. Hay una anécdota en que al enfermo el cura le decía, hermano, prepárate para entrar en la gran casa de nuestro señor, y el enfermo entre palabras débiles y entrecortadas le contestó, señor cura déjeme aquí, que como la casa de uno no hay ninguna.
Era al atardecer normalmente, cuando la mayoría de las gentes, habían acabado su trabajo, el sacerdote, acompañado de dos monaguillos, se desplazaba al domicilio del enfermo. A los más jóvenes nos impresionaba al ver esta comitiva por las calles, recordar al sacerdote Don Máximo, uniformado con la estola colgando del cuello, y el gorro negro con puntas, y en sus manos llevando cubierto el cáliz, para dar la comunión, entre los monaguillos, que ayudaban, había Antonio Peiro, ( el carpeta) Miguel el de la Vigilia, Pascual el ( forestal) un tal Arbetin, Paquito,( el antiguo panadero del pueblo) entre otros muchos más, también uniformados, con un cuello blanco y las sotanilla roja, llevaban los utensilios, con el aceite bendecido, para untar al enfermo. El Hisopo para bendecir, y uno en particular hacía sonar una campanilla sin parar todo el trayecto.
Las personas que se encontraban a su paso, estos se descubrían la cabeza quitándose el sombrero o la boina, y acachaban la cabeza, las mujeres se santiguaban, y se arrodillaban como respeto, otras observaban desde la ventana, o bien detrás de la cortina de la puerta de entrada, (cortina que era la tela vieja de un colchón) miraban tímidamente.
Entre la población no les cogía por sorpresa, pues en los corrillos de hombres que se formaban en el Paso, o en las fraguas, al terminar el día de trabajo, también en el café de Joaquín, o bien en aquellas tertulias de los vecinos que se ajuntaban, en las puertas de las casas, para tomar la frescura que ofrecía la noche, ya lo habían comentado que fulanito está mal y ¡ que pocas perras vale¡.
Si echamos la mirada tiempos atrás, la estampa que” ofrecía” este acto, cuando en Atea aún no había llegado la electricidad a las casas. Alcobas oscuras de paredes encaladas, y vigas retorcidas en el techo, suelos desiguales, lisados con cemento, alumbrado con la mísera luz de un candil o una vela, o la escasa luz que daba un ventano, pequeño, viejo y mal ajustado. Camas altas de barrotes de hierro o madera, grandes jergones para soportar un colchón de lana o borra, y cobertores que pesaban, orinales que se escondían por debajo de la cama, y en un rincón de la alcoba un pequeño mueble que daba soporte a un barreño, vasija con agua, toalla y espejo. Un crucifijo colgaba en lugar preferente de la alcoba.
En este ambiente, y escuchando la letanía del sacerdote y la unción al enfermo, con la atenta mirada de los familiares, entre sollozos y lágrimas, por la posible pérdida de un ser querido, imagen muy negra y oscura, que a pesar de los años los abuelos, lo recuerdan y lo explican con gran lucidez y viveza en sus ojos.