La Mantanza del cerdo:

“Para San Martín mata tu gorrín” (11 de noviembre). El significado de este dicho es que a partir de esta fecha la gente ya empezaba a matar el cerdo. El cerdo era el animal básico que aportaba más alimento a las familias. No había casa que en su choza del corral no se criaba y se engordaba un cerdo, para cuando llegaran esta fechas sacrificarlo.
En las familias más solventes, y dependiendo de la cantidad de personas que la componían, mataban varios cerdos. Pero en otras más humildes cuando mataban el animal se quedaban con lo que podían, ya que las mejores piezas del cerdo, como los jamones y los lomos, los vendían y así recuperaban parte del dinero gastado en comprar pienso para alimentar y engordar el cerdo, durante aproximadamente 10 meses.
El día del matadero, según me comentaron, era desproporcionado. Las familias se ayudaban en las faenas del mondongo, que con la experiencia adquirida de tantos años se transmitía de padres a hijos. Eran verdaderos artesanos pero no toda la gente servía para matar el tocino. Había por aquel entonces tres o cuatro personas que se especializaron en el oficio de matarife. Nombres como el tío Manuelico, que le llamaban el Don y a su mujer la llamaban la Dona, Manolo Marco conocido por “el Joto,” Enrique Franco y su cuñado A. Sanz y seguramente alguno más, como un tío de Joaquín, Antonio García, en que la gente, y él mismo decía “Carpeta, mata el tocino a cuatro pesetas”. Siempre la picaresca y el buen humor.
Era habitual obsequiarlos con un dulce, galletas de vainilla y una copa de anís al empezar y al finalizar el trabajo, aunque había algún matarife que a medio trabajo paraba para echarse otra copa y, como se entiende, pagar el precio que se había pactado. Había días que mataban bastantes animales. Si en cada sacrificio echaban una copa de anís al cuerpo los últimos cerdos lo deberían pasar fatal.

La noche anterior al sacrificio, el cerdo no comía nada para que los intestinos estuvieran lo más limpios posible, porque éstos luego los utilizaban para embutir morcillas y chorizos, y con la tripa hacían el sabroso morcillón donde se podía poner más de un kilo de arroz.
En el momento de sacrificar el cerdo, dos o tres personas lo cogían, lo colocaban encima de un banco, le ataban las patas y con la ayuda de un buen cuchillo, le hincaban en la garganta del animal. Era importante que saliera toda la sangre porque de lo contrario se podían perder las piezas. La sangre derramada era recogida en una vasija y se removía continuamente para así evitar que se cuajara. Destacaremos que la sangre frita era buenísima, prueba de ello es que se acababa enseguida.
Una vez muerto, se socarraba con aliagas, unos matorrales que crecen en el campo y que cuando están secas se quema muy rápidamente. La piel quemada se rascaba con un cuchillo. Luego se le echaba agua hirviendo y la piel del cerdo quedaba completamente limpia y lisa para su despiece. Pero era obligatorio llevar una muestra del cerdo al veterinario para que éste la analizara y comprobara que era comestible. Por aquellos años el veterinario se llamaba don Julio.
Aquella tarde-noche se celebraba por todo lo alto, con cantidad de embutido, morcillas, bolos, longanizas, fardeles, que acompañado de un buen vino daban paso a que los cánticos que no faltaban, hasta largas horas de la noche. Aunque cada año era igual y se repetía, este día era esperado muy especialmente por toda la familia, amigos y vecinos.
No podemos finalizar este tema sin recordar el caldo que salía después de cocer a fuego lento en un recipiente grande las morcillas, que en su composición principal es de sangre y arroz y alguna que otra especia. Al hervir, el agua cogía los sabores y acompañado de alguna morcilla que se reventaba se conseguía un caldo buenísimo que, como decían las abuelas, “Con una cazuela de este caldo se te arregla el cuerpo”. Y es que en Atea en esos meses acostumbra a hacer mucho frio.

Los textos y los dibujos han sido enviados a esta web por Luis Cebrian