La lavandería

A veces escucho comentar entre las mujeres que están súper cansadas porqué han llenado tres lavadoras de ropa. Entonces uno se para a pensar y recuerda a nuestras madres y abuelas en aquellos tiempos en los que Atea no tenía lavaderos públicos, por lo que tenían que desplazarse a los lugares donde el agua corría, es decir, en los barrancos, que normalmente estaban separados del núcleo urbano.
Una de las zonas que frecuentaban las mujeres para lavar la ropa, o fregar los utensilios de la cocina, era el agua de la unión de dos barrancos. Uno venía de la partida del Rayo y el otro de la zona de la Matallana, los cuales se unían a la altura de la ermita de Sta. Bárbara. Esta agua pasaba por el puente Alto, seguía luego por el puente Bajo, se enfilaba por detrás del barrio bajo y se perdía por la zona del Odenzo (y yo también ya  me pierdo de donde iba a parar esa agua). Cuando pronuncio el Odenzo, siempre me acuerdo del huerto que tenía el tío Victoriano, con unos árboles frutales de peras. Nunca más he comido peras tan buenas como aquellas. También en esta zona había un manantial de agua donde las mujeres se desplazaban a lavar.
Todo este recorrido del barranco, al estar tocando al pueblo, su acceso no tenía problemas y las mujeres lo frecuentaban con frecuencia. También por la parte de la Isilla, el agua venía de las zonas de la Rambla de Gabardilla y Valtriguera, y era limpia y abundante. Se perdía dirección a la Virgen de Semón. Las mujeres que vivían por esa zona la utilizaban para lavar y también supongo que en algunos huertos donde tenían agua embalsada la utilizaban para fregar o lavar la ropa.

En aquellos inviernos duros, crudos y duros como los de antes en que las nevadas eran copiosas, nuestras abuelas, aparte de desplazarse hasta el barranco cargadas, se arrodillaban en el suelo tan solo con la ayuda de una losa o piedra plana, y a golpe de riñón “dale que te pego”. Muchas veces tenían que romper el hielo para lavar lo más imprescindible.
Estas señoras lo primero que lavaban eran las sábanas y, una vez acabadas, las extendían encima de los juncos. De este modo, mientras lavaban el resto, estas sábanas ya escurrían parte de la humedad y no pesaban tanto para el viaje de regreso. El jabón que utilizaban para lavar era casero, pues en todas las casas se hacían el jabón con un sistema que pasaba de madres a hijas. Para ello, utilizaban aceite de conserva, sebo de cordero, sosa, agua y polvos de lavar.
Sé que aquellos eran otros tiempos, pero quiero dejar constancia y destacar la fortaleza de nuestras madres y abuelas.

 

Los textos y los dibujos han sido enviados a esta web por Luis Cebrian